Gracias al sudor estamos aquí

Debemos nuestra existencia actual a la pérdida de pelo y al sudor sobre la piel desnuda. Estas características evolutivas nos dieron la termorregulación que nos permitió prosperar fuera de la sombra del bosque. También nos creó la total dependencia del acceso inmediato al agua que nos ha acompañado hasta nuestros días.

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Hace entre 1,8 y 1,5 millones de años, los Homo habilis, unos homínidos que habitaban en el bosque tropical africano, se desplazaron a la sabana. Fue un cambio notable en su entorno ecológico, que coincidió con el inicio del pleistoceno, un periodo climático caracterizado por la aridez estacional.

 

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Hace entre 1,8 y 1,5 millones de años, los Homo habilis, unos homínidos que habitaban en el bosque tropical africano, y se desplazaron a la sabana, ya no tenían pelo y habían desarrollado plenamente el mecanismo de termorregulación por el sudor. © Nairobi_National_Museum/ Ninara

Cazar bajo el sol

Los paleontólogos calificaron como habilis a aquellos descendientes de los Australopithecus (una de las especies que dio origen al género Homo en África hace unos 2 millones de años) por su capacidad para fabricar piedras talladas como herramientas que constituían la prolongación de sus extremidades. Esta rudimentaria tecnología, la primera de la historia, se convirtió en armamento en cuanto los Homo habilis perfeccionaron su neuromotricidad, de forma que pudieron arrojar estas herramientas a distancia y afinar la puntería.

Esto les permitió cazar, una actividad que resultó imprescindible al haber menguado drásticamente en la sabana la recolección de frutos, semillas e insectos que abundaban en el bosque. La caza enriqueció su dieta, su cuerpo creció y se potenció muscularmente, obligándoles, sin embargo, a una mayor actividad física y a recorrer largas distancia bajo un sol abrasador.

 

La termorregulación, un salto en la evolución

Un nuevo mecanismo evolutivo se puso en marcha: la pérdida de pelo y la aparición en la blanca piel de diminutas glándulas que expulsaban del cuerpo agua con una pequeña cantidad de sales y sustancias de desecho metabólico disueltas en ella. La selección natural había creado la termorregulación por el sudor, un mecanismo adaptativo inexistente en sus ancestros peludos.

Cuando el calor apretaba o el ejercicio físico de la caza sobrecalentaba su organismo, los Homo habilis sudaban. El agua del sudor, al calentarse sobre la piel, se evapora, un proceso fisicoquímico que absorbe calor del cuerpo refrigerándolo para que su temperatura no exceda los 37ºC, lo que podría llevar a la muerte rápidamente.

Ningún primate suda, y entre los mamíferos tan sólo el caballo lo hace. Otros animales de actividad física intensa regulan el exceso de temperatura mediante otros procesos de control metabólico o de reducción de la actividad. Otros, como los perros también disipan calor evaporando agua a través de la lengua mediante el jadeo.

Podemos ver un reflejo de ello en la vida de los mamíferos con pelo en la sabana, que es fundamentalmente crepuscular. En las horas centrales del día, cuando la temperatura supera los 45º, casi no hay actividad muscular: los depredadores descansan a la sombra de árboles y matorrales y los herbívoros pacen o rumian. Es al declinar el sol y por la noche, cuando baja la temperatura ambiente, que se desencadena la caza. En este entorno ecológico, la termoregulación fue una herramienta adaptativa fundamental para unos homínidos que acababan de salir de la sombra y la humedad del bosque que les aseguraba una temperatura ambiente con pocas variaciones.

La termoregulación por el sudor se benefició también de otra característica evolutiva de estos homínidos: al andar erguidos, y con sólo pelo en la cabeza exponían menos superficie corporal al sol y lograban una mayor refrigeración al aprovechar la brisa de la sabana.

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En las horas centrales del día, cuando la temperatura supera los 45º en la sabana, los depredadores descansan a la sombra, y los herbívoros pacen o rumian. © Pawel Wieladek- unsplash

Imprescindible beber

Pero la termoregulación tenía un precio, la deshidratación, y los homínidos de piel desnuda pasaron a depender de la necesidad de reponer el agua perdida constantemente. Los paleontólogos calculan que un Homo habilis adulto podía llegar expulsar alrededor de tres litros de sudor en una sesión de caza, una cantidad similar a la que un Homo sapiens moderno puede perder en un intenso partido de tenis al sol. Ya no les bastaba el agua de las frutas del bosque, tenían que beberla directamente.

Esto les procuró otro mecanismo de adaptación singular. Su capacidad intelectual, que se potenció con las necesidades de planificación y comunicación que requería la caza, les llevó a aprender a analizar el territorio para encontrar agua. Fueron capaces de interpretar las señales geológicas y del paisaje para detectar charcas, arroyos y fuentes, lugares de los que ya no se alejaron en sus asentamientos y que tenían siempre muy en cuenta al planificar sus expediciones de caza.

Sus habilidades en la fabricación de herramientas les procuró un nuevo instrumento que se volvió vital: el recipiente para almacenar el agua y transportarla en las largas jornadas en busca de alimento. Las primeras cantimploras no han dejado rastro fósil, pues debían ser odres fabricados con piel de animales u otros recipientes orgánicos, como calabazas. También se especula de que utilizaran cáscaras de huevos enterradas llenas de agua que ubicaban en lugares estratégicos de sus rutas de caza y recolección, una práctica todavía realizada por los actuales bosquimanos con huevos de avestruz.

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Al prosperar como especie, los Homo habilis fueron ocupando más territorio generación tras generación, por lo que en un milenio a un promedio de unos 400 km cada siglo podían haberse expansionado 4.000 km. © Atapuerca_Jonathan Jacobi

El agua, compañera inseparable

Ambas capacidades, la de fabricar cantimploras y la buscar y encontrar agua, fueron imprescindibles en la expansión del Homo habilis hacia el norte de África, desde donde llegaron a Eurasia a través de la península del Sinaí. El yacimiento de Dmanisi en Georgia se han hallado cráneos fósiles de 1,8 millones de años que pertenecían al Homo habilis o al denominado Homo erectus, su evolución posterior. Hay controversia al respecto entre los paleontólogos, pero en lo que sí hay consenso es que ya no tenían pelo y habían desarrollado plenamente el mecanismo de termorregulación por el sudor.

Es interesante señalar, como sostiene Juan Luis Arsuaga, paleontólogo codirector del yacimiento español de Atapuerca, que esta expansión desde África se realizó en un principio sin “viajes” planificados. Al prosperar como especie, los Homo habilis fueron ocupando más territorio generación tras generación, por lo que en un milenio a un promedio de unos 400 km cada siglo podían haberse expansionado 4.000 km. La expansión marítima sí implicó la planificación del transporte de alimentos y agua en las embarcaciones utilizadas, lo que debió suponer un importante salto cualitativo en su tecnología instrumental.

El mecanismo de termorregulación se perfeccionó durante un millón y medio de años en las especies que siguieron al Homo habilis, de forma paralela a su capacidad para fabricar herramientas y conocimientos hidrológicos. Ya no pudimos separarnos del agua. Al llegar al Homo sapiens, especie a la que pertenecemos, la gestión de este saber fue fundamental en el progresivo abandono de la vida de cazadores-recolectores a la de agricultores. Del mismo modo, el sedentarismo que llevó a la construcción de las ciudades y al desarrollo de las civilizaciones estuvo íntimamente ligado al acceso directo al agua como factor imprescindible de prosperidad. Este ha sido nuestro sino y lo sigue siendo en pleno antropoceno, cuando parece que hemos olvidado lo que nos permitió salir de los bosques: sudar y beber.